Costa-Gavras
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El director de cine político por antonomasia visitó Madrid para ser investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense. Medio siglo después de su opera prima, Costa-Gavras sigue sorteando el maniqueísmo con la heterodoxia de quien sólo se debe a sí mismo.
Z (1969) fue el detonante. Ovacionada en el Festival de Cannes y ganadora del Oscar y el Globo de Oro a la Mejor Película de Habla No Inglesa, esta adaptación de la novela de Vassilis Vassilikos (basada a su vez en el asesinato del diputado pacifista Grigoris Lambrakis por orden de las autoridades griegas y en la impecable instrucción del caso por parte del juez Khristos Sartzetakis) marcaba las constantes que definirían la trayectoria de Costa-Gavras: denuncia sociopolítica, equidistancia y puesta en jaque de la Historia a través de los testimonios de personajes reales que, como él, lucharon honradamente contra los abusos de poder, generalmente con sempiterno infortunio. Rara avis en un terreno que tiende al dogmatismo autocomplaciente (léase Mike Leigh o Ken Loach), lo que hace diferente a este realizador nacido en Arcadia, Grecia, hace ya 83 años, es su ecuanimidad al arrojar luz sobre las injusticias… vengan del ala que vengan. «Podemos liberarnos de los condicionamientos que coartan nuestro pensamiento gracias a la educación y la cultura», afirma convencido. «Solo a través de ellas puede el ser humano alcanzar la libertad y elegir. No se trata de ser fiel a una ideología o a unos gobernantes, sino al individuo mismo». Esta visión profundamente humanista vertebró valerosas afrentas contra las dictaduras de Pinochet (en Missing), Jorge Pacheco (en Estado de sitio) o Stalin (en La confesión), que le convirtieron, allá por los 70, en persona non grata a ambos lados del tablero político, incapaces ellos de entender que una misma película albergara reveses tanto a diestra como a siniestra. Él lo explica así: «Ni la extrema izquierda ni la extrema derecha respetan las libertades democráticas, lo que las hace inaceptables. Por otro lado, no me gusta demasiado el término “denuncia”. Creo que el cine no está para denunciar, sino para mostrar. Contar historias que descubran lo que hacen algunos órganos de poder». Pese a su vocación divulgativa, reconoce las limitaciones de su propio trabajo: «No creo que una película pueda cambiar la Historia, no es eso lo que tengo en mente cuando ruedo. Pero creo que es importante contar esos episodios y que cada cual decida lo que hace con esa información».
Demiurgo del thriller político en su acepción más referencial y comprometida, su desinteresada tenacidad encontró un público a medida en las aspiraciones de cambio de la generación hippy que, como él, creía firmemente que otro mundo era posible. Pero tras la euforia vino el desengaño: «Mi generación, y yo particularmente, sentimos cierta nostalgia porque creímos que el comunismo podía haber logrado una sociedad más justa. No tardamos en constatar que no era así en absoluto. Recuerdo la pintada que hizo un grupo de estudiantes cuando Praga fue invadida por los tanques de la URSS: “Lenin, despierta, se han vuelto locos”. Más tarde, cuando se abrieron los archivos, supimos que el propio Lenin había incurrido en los mismos abusos; para empezar, dejar a Stalin en el poder, que es lo peor que podía haber hecho». Una verdad incómoda que plasmó en La confesión, que recogía el caso de Artur London, viceministro de la Checoslovaquia comunista falsamente acusado, torturado, juzgado en un circo orquestado por las autoridades y condenado por su propio régimen. Basada en la autobiografía de London, la película reúne otra de las constantes de su cine: su perenne idilio con la literatura. «Yo quería escribir, ese era mi sueño. A comienzos de los 50 en Grecia imperaba la censura y no fue hasta mi llegada a París cuando descubrí grandes películas como Avaricia, de Erich Von Stroheim, o Toni, de Jean Renoir. Me percaté entonces de que el cine no eran solo cowboys y acción, sino que podía ser algo más parecido al teatro clásico, una dinámica para contar historias mucho más moderna, que se correspondía más conmigo en lo físico y en lo mental». Tras la denuncia del estalinismo y de las dictaduras sudamericanas de los años 70, su última película, El capital, pone al susodicho en su punto de mira: «Con la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría creímos de nuevo que llegaba un mundo mejor. Pero la democracia neoliberal no está al servicio de la sociedad, sino de los accionistas, de los más ricos. Es curioso referirse al capitalismo como el régimen de la libertad económica, porque aquel que gana 1000 euros al mes no tiene la misma libertad que el que gana 5000. Lo positivo de este sistema es que aún tenemos el derecho de elegir a nuestros representantes, y con ello han surgido en Grecia, Italia y España partidos jóvenes que desean cambiar la sociedad. También cabe el capitalismo, pero no un capitalismo salvaje». Para él, sin duda, aún hay esperanza.